11 may 2016

Fogata

Tú eres la luz, yo nada soy
Violeta Parra, Brillo de mar en tus ojos

La costa había decidido teñirse de azul. Proliferó en el Golfo de México un alga que rara vez puede contemplarse por estos rumbos, con un nombre científico sumamente aburrido y un nombre popular mucho más llamativo: Brillo de mar. Su belleza era tan solo equiparable a los fuegos fatuos que podían verse, de manera muy ocasional, en algunos cementerios antiguos. No era la primera vez que llegaban a las costas de Chicxulub, pero al menos a mí nunca me había tocado verlas tan intensas ni tan numerosas, y menos en temporada vacacional. La ocasión ameritaba prender una fogata improvisada.
Agarramos tres motos de arena y compramos leña y carbón. La leña, en una vieja casona a unas cuadras de la carretera. El carbón, junto con caguamas,  pomos y demás, en un Oxxo.
Entre cuatro personas, cavamos el hoyo en la arena con dos diminutas palas de plástico, que fueron las únicas que encontramos en la casa que rentamos. Emprendimos, al mismo tiempo, el desafío de tomarnos las caguamas antes de que se calentasen. Guardaríamos las botellas para lo que restaba de la noche, junto con los refrescos y las bolsas de hielo que reposaban en las neveras. Al alcanzar la profundidad deseada, pusimos al fondo el papel periódico y, alrededor de éste, una fogata apilada con troncos paralelos, a la que se le conoce como “fogata de consejo”. No la más efectiva, pero sí de las más sencillas de montar. Echamos aceite a la leña y varios cerillos encendidos a la vez. La fuerte y agradable brisa se encargaría de avivar la llama.
Una vez prendida la fogata, encendí un cigarro. Sacudí la arena de mis manos y enterré mis pies en la misma. Fueron llegando chicos y chicas que rentaron la casa con nosotros y sus respectivos invitados. Entre todos, estabas tú: El único motivo por el que me endeudé con 3 mil pesos para poder rentar una casa totalmente fuera de mis capacidades. Si tuviera que enlistar a otras tres personas en aquella fogata y en aquella temporada vacacional, sería incapaz. Pero estabas tú, y el brillo de mar, rompiendo con la cotidianeidad del verano en Yucatán, condenado a repetirse cada nueve meses.
Unas quince personas terminaron por rodear la fogata, dejando un espacio para que el humo pasara y no molestase a nadie. El brillo de mar, junto al alto fuego naranja, tiñó el ambiente con ciertos tonos de sepia, en un momento digno de otro tiempo. En el horizonte marítimo, se contemplaban las blancas y fortísimas luces blancas de los botes pescando calamares, que parecían formar constelaciones junto con las luces amarillas del largo muelle a lo lejos y, desde luego, con los brillos de mar y las propias estrellas, complementándose con una luna que se hallaba menguante.
Fue de esos momentos en los que hubiera preferido estar solo, o al menos bien acompañado. Uno de los invitados, con su guitarra, interpretaba unas canciones tipo folk malísimas que él mismo compuso y que, lamentablemente, parecía ser yo el único que no podía evitar prestarle atención. Otros dos tipos, discutían muy airadamente sobre la importancia de la casta divina en el desarrollo económico y político de Yucatán. Cada una de las partes se indignaba más y más por cada argumento proveniente de la opinión opuesta, tan incoherente e incendiaria como la propia. Otras tres chicas, malbaratando el alcohol comprado, se dedicaban únicamente a hacer competencias de shots de vodka, por el simple martirio de poder alcoholizarse a los 16 años. Es el gran detalle de sentirte ubicuo: No puedes omitir lo negativo.
Al poco tiempo te acercaste a mí, y me preguntaste si no quería tomar algo. Llevaba al menos veinte minutos en total silencio, dedicándome nada más a tirar la leña sobrante a la fogata y a percatarme de lo contrastante del entorno. Acepté la invitación, pidiendo una cuba campechana con mucho hielo. Me hubiera levantado para acompañarte, pero temía que la conexión existente con aquel presente se rompiera por separarme de un espacio específico, por más absurdo que ello pudiera leerse ahora. Prendí un cigarro más.
Te sentaste a mi lado al volver con los tragos. Tú te serviste vodka con jugo de arándano y agua mineral. Para mi sorpresa, compartiste mi silencio. Nunca podré saber qué pasaba por tu mente, pero me gusta pensar que ambos logramos contemplar tan peculiar e irrepetible ambiente, o al menos, comprendiste mi actitud y la llevaste a cabo con el respeto y la solemnidad debida, como niño que va a la Iglesia obligado y que aprende a seguir la corriente.
Me inclino a pensar lo segundo, porque el silencio persistió por al menos una hora más, y sólo lo interrumpías para preguntarme si quería otro trago, a lo que siempre respondía con un sí; lo que parece indicar que te preocupabas más en mantenerme en cierto statu quo que en compartirlo conmigo. Los tragos, como es natural, mermaron un tanto mi concentración, pero no mi estado mental general. Supe mantenerme prudente conforme nuestro alrededor ganaba más y más beligerancia. Dos de las chicas se quedaron dormidas en la arena, mientras la otra se fajaba con el guitarrista que supuestamente le compuso una canción “al aire”. Los dos chicos que discutían sobre la casta divina terminaron a golpes, sin haber nadie que les siguiera la corriente o intentara detenerlos. Se calmaron después de unos siete golpes y fumaron para limar las asperezas. El resto de la fiesta platicaba con una frivolidad inconcebible en un entorno tan sublime.
Tras tomarse creo que unos ocho tragos y una caguama entera, Roberto, uno de los pocos nombres que recuerdo de aquella noche, agarró un puñado de arena con brillo de mar y me lo tiró en la cara, soltando una risotada tras lograr tan buena puntería. Procuré no inmutarme, a pesar de la gran ira que su acción provocó en mí, pero eso no lo detuvo. Tiró otro montón de arena con brillo de mar, ahora al guitarrista y a su ligue mientras se besaban. Volvió a carcajearse. El brillo de mar, alejado del agua que lo mantenía con vida, se apagaba casi al instante. Casi todo el mundo encontró también la gracia de arrancar el brillo de mar de la costa e iniciaron una guerra de arena. El fuego iba apagándose, junto al brillo de mar cercano. El sepia pasó a un paulatino naranja tenue, rondando con la oscuridad generalizada. Ya no quise mantenerme sentado en ese punto.
Tú me seguiste conforme me alejaba de la fiesta y me sacudía el rostro cubierto de arena, con otra cuba campechana en una mano y tu propio vodka en la otra. “Como dirían en las series gringas: Por eso no podemos tener cosas lindas”, me dijiste, en tono sarcástico, y de nuevo sentí una profunda gratitud hacia ti.
Nos sentamos justo junto a la costa, a unos doscientos metros de la fiesta, donde su ruido y su existencia eran poco perceptibles. El brillo de mar también estaba ahí. La constelación veraniega volvió a formarse. Pero las luces lejanas influían poco en lo inmediato, y la costa nuevamente se teñía de azul; alumbrando únicamente nuestros cuerpos.
Me abrazaste, a pesar de nunca haberlo hecho antes. Te convertiste en aquella figura que muchos hombres imaginamos diferente, pero que tiene la cualidad común de ser perfecta. Devolví el abrazo, rodeando tu cintura desnuda, sintiendo la suavidad de tu piel que se escondía entre quemaduras y arena seca. No tardé en pasar a tu cabello, tieso por el agua salada, terso por hallarse en mi hombro. Y así nos mantuvimos por algún tiempo, mientras el brillo de la costa iba traspasando mis poros. Sin embargo, en ningún momento intenté besarte, aunque incluso estornudé por la enorme necesidad que sentía de hacerlo.
Resulta muy sencillo, para la mayoría de la gente, mantener momentos como éste guardados en alguna parte irrelevante de nuestra mente; y en parte lo entiendo, porque creo que es lo más sano que se puede hacer. De vincular memoria y emociones surge la melancolía, que cuenta con una impresionante capacidad de anclaje. Por eso guardé esta memoria por muchos años, porque me resistía a ser egoísta. Pero ahora, siento la necesidad de decir que recuerdo tu nombre, y recuerdo los motivos que me orillaron a mantenerme estoico ante una circunstancia ideal, aunque todavía sea incapaz de plasmar dicha información sobre papel. Al final, esta es la típica historia de un náufrago, que sin más opciones arroja al mar un mensaje dentro de una botella, con la vaga esperanza de llegar a las manos correctas: Quiero que sepas que aún recuerdo aquella constelación sucinta que terminaba por señalarnos, que no volvería a señalar hacia el mismo rumbo.

El brillo de mar abandonó tu cuerpo al levantarte. Te diste media vuelta y volviste a lo que quedaba de la fogata. Yo, me teñí de azul para siempre.

23 nov 2014

Las cosas buenas del mundo y de México. Asomándonos al contexto actual

Dedico este texto a la memoria de Luis Fernando
Luna Guarneros y, desde luego, a los 43 desaparecidos
de Ayotzinapa y sus familias

 […] Que en mi país la gente viva feliz
aunque no tenga permiso.
Mario Benedetti

En momentos como éste es natural y comprensiblemente difícil no centrar el cambio necesario en México en lo negativo. Queremos reformar el sistema porque ya no queremos más muertos ni presos políticos. Queremos reformar el sistema porque el narcotráfico ha clavado raíces profundas y misteriosas en la cultura y en el estilo de vida de la mayoría de los Estados del país; es decir, es un problema que ya rebasa el marco legal. Queremos reformar el sistema porque la postura autoritaria del poder Ejecutivo y sus allegados apesta a 1968, pero con redes sociales y ONGs que de perdido enfundan pistolas. Queremos cambiar el sistema por eso y por muchas cosas más… Pero no hay que perder la perspectiva.

La represión y el autoritarismo duelen porque nos quitan lo más bello que tenemos. Nos quitaron hace medio siglo a quién sabe cuántos jóvenes que disfrutaban de la libertad y camaradería que surgen de manera espontánea al alzar una sola voz. Nos quitaron nuestros ricos y diversos campos de cereales, frutas y verduras para sembrar ilegalmente marihuana, amapola y hoja de coca, que a la larga dejan mucho más dinero. Nos quitaron a los normalistas, grupo autosustentable de estudio que se preparaba para enseñar en los rincones más olvidados y despojados de nuestro país, cosa que va mucho más allá de la ideología que pudieran tener. Duele hasta las lágrimas, a veces.

Pero alguna vez tuvimos jóvenes marchando al ritmo de todo el mundo. Alguna vez tuvimos campos prósperos y coloridos. Alguna vez tuvimos a normalistas preparándose para educar en libertad. Nadie nos cuenta esas cosas: Incluso podemos verlas. Y esas son las cosas buenas del mundo y de México.

La ira es rotunda y justificada, pero debemos moderarla. La ira nos lleva a golpear a un granadero que puede actuar de manera voluntaria o involuntaria, pero que sus heridas físicas no cambiarán el establishment. La ira nos lleva a darles argumentos peligrosamente acertados a nuestros enemigos, quienes nos acusan de resentidos sociales y “desestabilizadores”. La ira, pues, nos lleva a cometer errores de criterio.

La ira genera resentimiento y desasosiego. La ira debe cortarse de tajo en cualquier revolución. Cimentar un nuevo orden sobre dicho veneno lo llevará tarde o temprano a repetir las atrocidades del orden derrocado.

Por eso es importante alzar la voz con buen semblante, cantar en vez de proclamar. Por eso es importante pensar en el maestro enseñando al niño de escasos recursos que en una de esas logrará ser un científico o un intelectual importante para nuestro país. Se debe tener muy en cuenta que se marcha por la sangre del pasado, pero antes del derrame injustificado, dicha sangre llenaba de vida a un cuerpo y a un ser humano que brindó muchas cosas buenas a su entorno. No queremos ser los muertos ni los desaparecidos: Queremos ser ellos cuando estaban entre nosotros, aunque nunca los hayamos conocido. Queremos que como ellos haya muchos. Es así de sencillo: Queremos tener fe. Queremos creer en las cosas buenas del mundo.

Sé que no suelo escribir este tipo de textos, y me disculpo de manera sentida si llega a preocupar y/u ofender a gente cercana a mí, pero creo que el momento apremia. Esta circunstancia exige una postura. Sólo quiero dejar en claro la mía. Veo en las manifestaciones a algunos jóvenes bienintencionados perder la compostura frente a la provocación del Estado o de los “porros”, que es justo lo que quieren. Ni modo. Si en realidad los llamados anarcos son instrumentos del Estado, que deshagan e incendien lo que quieran. Que su violencia y destrucción contraste siempre con la sonrisa en tu rostro, con las cosas buenas en el mundo que estás defendiendo y que sabes que no son utopía porque las has visto antes.

Quizá el texto resulte obvio o evidente en sí mismo. Quizá incluso redundo ideas ya antes plasmadas en otros contextos. Pero quizá también tendamos a olvidar lo obvio y no está de más recordarlo. Un fuerte abrazo a todos los lectores.

#PermanezcamosSiempreUnidos

Juan Pablo Dupinet Candila


23 de noviembre de 2014

24 may 2014

Electricidad

Un relámpago en el viento trae mucha electricidad;
acábame de querer, si me tienes voluntad.

El relámpago, música folklórica de la Tierra Caliente, Michoacán.

Pisó el aparato con una gruesa bota y su cubierta de plástico quedó resquebrajada por completo. Era un cargador antiquísimo y genérico, aunque todavía útil, y conseguir uno idéntico se pintaba como una misión bastante complicada: Vueltas y vueltas en los puestos más recónditos de San Juan de Letrán buscando un dispositivo de carga barato. Había personas más motivadas para ese tipo de tareas, pero no Nicolás.
Fue en todo momento su culpa. Su económica y recóndita habitación en la colonia Narvarte fungía como un escondido monumento a la desorganización. En el piso de viejo azulejo azul y blanco convivían en todo menos armonía ropa, una armónica, botellas de plástico, un pasaporte vigente, otro vencido, dos cortaúñas, maletas, papeles primordiales, otros que cumplieron su fugaz misión de educar y todo tipo de parafernalia propia de un joven en sus veintitantos. Lo único que escapaba de dicho caos eran dos cosas: Su celular y su computadora portátil. El cargador se encargaba de darle vida al primero, y resultaba risible que, dándole tanta importancia a su teléfono móvil, no le diera el mismo trato al dispositivo que se encargaba de mantenerlo en funcionamiento, el cual se unía al desorden general cuando no cumplía su función de cargar. Y así, estaba en el piso; y así, se topó con una gruesa bota que le destrozó.
Descartando entonces la posibilidad de comprar un cargador “nuevo”, mas siendo también incapaz de desprenderse de su celular, Nicolás procedió a corroborar si, en efecto, el dispositivo quedó en su totalidad inservible. Como es evidente, su uso se tornaba ya peligroso. Aunque el conector se mantuviera unido al resto de la batería por dos cables, ya no existía ningún aislante que permitiera conectarlo y desconectarlo de manera segura. Nicolás, pues, agarró unas pinzas de plástico que encontró en su piso y que no tenía ni idea de cómo llegaron a su cuarto y conectó el cargador al enchufe al lado de su cama. Al conectar su celular, se dio cuenta de que, para su suerte, el cargador seguía cargando.
Y, aunque menos práctica, su vida prosiguió. Ahora nada más tenía que tener cuidado con una muerte anticipada, pero su conexión al exterior se mantuvo condicionada a sus dos objetos más preciados y a su trayecto, estadía y regreso de la escuela. Previamente era también Natalia, pero ella ya no existía. Existió mientras ese mismo cuarto se mantuvo organizado e ir a San Juan de Letrán no lucía tan cansado. Su realidad se tornaba infantil: Las cosas no existían en la medida en que no las viera.
No obstante, sí sabía disfrutar de unas buenas chelas, y sobre todo si era en medio de una compañía agradable. Eso hasta la última vez. Fue con los compañeros a un destartalado bar en Mesones y, al despedirse ellos, decidió quedarse por una cerveza más. Justo en ese instante, y a pesar de que el lugar se encontraba prácticamente vacío, sintió una presencia que no dejaba de observarlo. No intentó justificar con la marihuana que fumó a escondidas en el baño dicha paranoia. Sabía distinguir entre drogas y lo que en realidad estaba pasando. No sabía qué o quién. Lo seguro era que ahí estaba y que no dejaría de acosarlo. Y entonces decidió no salir en un buen rato.
Pero bueno, así se sentía cómodo, y si en algo tenía razón, era en que nadie era quién para juzgarlo, excepto quizá la chica al otro lado de la línea…

Acostado en su cama sin cubrecama, ni sábana; en el puro colchón, veía Nicolás pornografía mientras buscaba archivos en pdf para un trabajo final; al haber olvidado darse una vuelta por la biblioteca. Cumplía con gran maestría el multitasking que implica excitarse y rascarse las pelotas. Su celular tenía ya la batería baja, pero no lograba encontrar en el piso ni las pinzas de plástico ni el cargador. Apenas terminara de investigar y de masturbarse, emprendería la búsqueda de ambos elementos. El móvil, en plena crisis, no recibía un mensaje o una llamada en dos días; cuando al menos a su madre se le ocurría de vez en cuando un mensaje de texto y a sus amigos marcarle para saber con indiferencia cómo diablos se encontraba. Antes se mostraba mucho más activo, pero también fue en tiempos en los que Natalia existió.
El celular rompió su inercia de repente. Sin dejar de ver pornografía ni de investigar, Nicolás contestó con un indiferente “¿Bueno?”
-Hola, Nico-dijo una seductora voz a su oído, como si no hubiera un celular de por medio.
-¿Quién habla?
-No seas tan directo. Lo sabrás a su debido tiempo, si sabes seguir el juego.
Nicolás dejó la laptop en el colchón y se encaminó a su ventana, donde había una desangelada vista hacia una pared sin pintar, sin su usual cuidado de no pisar la ropa limpia en el piso. La primaria voz al otro lado de la línea había logrado engancharlo con tan solo dieciséis palabras. No era Natalia, eso seguro. Pero entonces, ¿quién?
-Supongo que te conozco. Y supongo también que de la escuela-empezó a inquirir Nicolás, intentando ponerse, aunque fuera imposible, a la misma altura del juego que apenas comenzaba.
-Te puedo asegurar que no me conoces. Pero también te puedo asegurar que yo sí.
-¿Y dónde conseguiste mi número?
-Tal vez si haces preguntas menos obvias obtendrás respuestas satisfactorias-. La última palabra se terció con seducción, haciendo una breve pausa antes de mencionarla.
-¿Qué quieres entonces de mí?-La voz de Nicolás ya intentaba mal manejar el mismo tono inimitable.
-Pregunta igual obvia, pero que sí quiero responder…
Un inquietante sonido enturbió lo último que dijo la otra voz: La batería ya se estaba agotando.
-Pues quién soy yo para interrumpir la respuesta-dijo Nicolás, aún interesado pero ahora preocupado por encontrar el destartalado cargador y, más importante aún, las pinzas de plástico.
-¿No te interesa saber primero dónde estoy? Quizá esté muy cerca…
-¿Eso quiere decir que quieres venir para aquí? Tendría que ordenar un poco-lo último, desde luego innecesario, reflejaba ya la desconcentración de Nicolás, quien había encontrado ya el cargador, junto al tomacorriente, pero no las pinzas de plástico. La batería anunciaba un tres por ciento.
-Atinaste: Quiero verte. Quiero verte muy de cerca. Pero quiero que adivines qué te quiero hacer.
Nunca Nicolás había sentido al mismo tiempo tanta excitación y desesperación al mismo tiempo. La erección no facilitaba la búsqueda de las pinzas.
-¿Y si quisiera que tú me lo dijeras?-la batería marcaba un dos por ciento. Las pinzas no aparecían.
-¡Tramposo! Yo pregunté primero. Pero si insistes…-Nicolás no insistió. La batería ya marcaba uno por ciento. Tomó un guante de algodón que encontró en el piso, se lo puso mientras sostenía el celular con el hombro. Conectó el celular al cargador sin quitárselo de la oreja, mientras la voz sólo reía.
-…voy a provocar…
Nicolás conectó con la mano enguantada el cargador al tomacorriente.
Y la llamada se cortó.


Volvió en sí sin saber cuánto tiempo había pasado. Pero al menos fue lo suficiente para que su celular se cargara por completo. Lo primero que hizo fue quitarse el guante, quemado en la punta de los dedos pulgar e índice. Sus propios dedos también lucían chamuscados, al igual que el tomacorriente, pero no parecía nada de gravedad. Ir al hospital le daba tanta flojera como asomarse por San Juan de Letrán.
De manera mecánica, fue al baño y se lavó la mano con jabón líquido. El ardor llegó de inmediato. Ya mañana compraría alguna crema comercial que curara quemaduras. El dolor, de alguna manera, reavivó la erección que quedó pendiente. Recordó entonces la llamada.
Corrió de nuevo hacia su cuarto para revisar su celular. En el registro aparecía la llamada de un número privado, el cual no tenía la posibilidad de ver ni de marcar de vuelta. Pocas palomas habían estado tan cerca de caer ante los pocos encantos de Nicolás, así que éste se lamentó de la mala circunstancia y se resignó al premio de consolación que implica una chaqueta.
Regresó a su laptop, aún encendida, y se prestó a proseguir su búsqueda entre sitios pornográficos que visitaba consuetudinariamente. Descartó de inmediato páginas de asiáticas, de MILFs, o de chicas muy jovencitas: El fin de la masturbación era ahora de encontrar el perfil más adecuado a la voz que le habló, que definitivamente andaría entrando a los treintas y guardaba una seducción a la que casi cualquier hombre común podría caer.
Y la encontró: Una pelirroja, con la piel casi transparente y de proporciones tan voluptuosas como simétricas. Le daba una magistral mamada al protagonista del vídeo (a él) con un estético piercing en la lengua. Lo miraba mientras lo hacía. Lo perceptible, lo palpable, era esa cálida humedad y fricción que sólo la chica al otro lado de la línea podía proporcionar. La actriz y la voz eran una sola…
Bastaron pocos segundos y Nicolás sintió con plenitud el orgasmo. Su último orgasmo. Percibió con terror que, en vez de fluidos, de su pene emanaron ceros y unos que no provocaban ni sensación de viscosidad. Eran simples números binarios en caos. Intentó sacudírselos de encima con la mano chamuscada que usó para masturbarse, pero ésta también fue desintegrándose de su cuerpo e integrándose a la maraña de números.
Salió corriendo al baño. Al mirarse al espejo, vio cómo ya todo su brazo derecho había desaparecido y se iba uniendo a la cadena desordenada de números que iba dejando por donde pasaba. De su brazo se extendió a su torso, metamorfosis por demás veloz, y fue lo último que logró percibir, mientras su cabeza y su cuello caían en el piso. Poco a poco, todo él se volvió intangible.

Los números binarios que quedaron tomaron vida propia y se metieron por el tomacorriente, sorteando todo tipo de obstáculos en el piso, para volver al lugar donde pertenecen.

22 mar 2014

#ConcilioPosmoderno

Matar animales es ahora el octavo pecado capital.
Ver sufrir a un toro en el ruedo,
o al chimpancé entrenado en el circo,
o amontonar gallinas ciegas en las granjas Tyson
se ha vuelto más deleznable y digno de infierno
que matar a un bebé no-nato.

La virtud es ahora una apertura estrecha.
Que chingue a su madre Norberto.
Que la chingue dos veces Monsanto.
Que chingue a su madre el homofóbico
y que la rechingue para siempre el PRI.

Pero que no la chingue Greenpeace, ni PETA,
ni mucho menos los ángeles alados del vegetarianismo.
Ellos estarán sentados a la derecha de los Derechos Humanos.
Los demás están condenados a las llamas y trinquetes del neoliberalismo.

No ser mocho es el nuevo mocho.
A veces parece que un poco de congruencia
es demasiado pedirle al mundo.

13 nov 2013

Reflejo de prensión. Cuento breve

Morí el último día. Mis primeras bocanadas de aire furibundo y húmedo implicaron la extinción lenta del oxígeno a mi alrededor. Sólo que nadie lo sabía. La sangre y los fluidos regados en el piso significarían el último gran sacrificio inútil. Sólo que nadie lo sabía. Mi vista nublada e inmadura contemplaba los contornos de una realidad que ni con visión evolucionada lograría comprender, ni se terminaría de comprender. Sólo que nadie lo sabía. 

Fui el último humano en sentir el frío del metal hospitalario en mi espalda. Quise también ser el último en ser capaz de girar mi cuello y ver todo como nuevo, pero no pude; y tal vez no me atreví. Nadie sabía que todo acabaría, excepto yo. ¿Cómo? Ni idea. Pero en mi cerebro vagamente desarrollado rondaba la funesta idea que era más bien certeza. Busqué el consuelo de mi madre entre intentar oírla o siquiera olerla, pero estaba lejos. Poco importaba. Quizá pronto la reencontraría.

No me quedaba sino mostrar parsimonia. Mientras la enfermera revisaba mi estado de salud disfrutaría por única y última vez el placer del contacto humano. Puso su dedo índice en la palma de mi mano y me aferré a él más allá del instinto. Quise besarla. Quise mamar sus senos al menos una vez aunque no encontrara alimento en ellos. Quise llorar por mi adolescencia perdida, por mi vida perdida. Pero me prometí parsimonia.

Sonreír no era opción: Aún no había aprendido.

9 abr 2013

Las dos mujeres. Final


Egoísmo trascendental

Sabías que ella iría esta noche. En dos días toma su vuelo a Múnich y mañana es su fiesta de despedida. Sabes que es tu única oportunidad de tener algo verdaderamente relevante, para aflorar tu valentía.

El encuentro se vive casi de inmediato, puesto que ambos estaban ya excitados y con apenas besar sus senos su sexo se humedece. Penetras con extrema facilidad. El coito resiste sin el más mínimo esfuerzo. Ella hace prácticamente todo el trabajo, mientras apenas logras sentarte y te aferras a sus pechos que se irán con toda ella a Europa a ser besados por alguien más. Muerdes su pezón intentando dejar tu firma, para hacer fehaciente tu presencia. Ella, entendiendo el lenguaje corporal, rasguña tu espalda. Acaban justo después de esas iracundas demostraciones. En la catarsis de su orgasmo, ella susurra un “te amo” que podría ser cierto o falso. Eso ya será tu decisión.

Rencuentro de dos personas; una consigo misma

El alcohol y la mariguana cambiaron el contexto de la fiesta. En el interminable transcurso del día habías ya decidido, pasara lo que pasara, no tocar el tema más importante de tu vida y quedar expectante todo un año; incluso más tiempo. Mas ahora, ya separado de los juerguistas, empiezas a tomar valor y a reducir tu expectación a una simple señal, un acercamiento que siquiera guarde una remota similitud con el encuentro de la noche anterior para aclarar términos a pesar del inexorable paso de la fiesta que conducirá a Cristina a decenas de miles de kilómetros de ti.

Como en las noches, pareciera telépata. Mientras te recargas en la barra, ella (Cristina) te abraza de la cadera, preguntándote por qué tan alejado y solo. Pasa su mano, la misma mano, justo donde ayer dejó su herida.

Las dos mujeres por fin se vuelven una. Se cruzó la línea que ambos habían trazado. A pesar de no haber frío, empiezas a temblar.

-¿Aún te duele el pezón?

Cristina frunce el ceño con total extrañeza, mientras ella sólo disimula.
-¿De qué hablas, tú?

Desabotonas un poco tu camisa, lo suficiente para desnudar tu hombro izquierdo y exhibir el aún fresco trofeo de tu espalda.

-Esto no se hizo solo.

La tomas de la cadera y empiezas a besarla. Ella responde por unos segundos, mientras que Cristina te golpea en el abdomen y presiona la herida para liberarse, cosa que consigue. Cristina se aleja indignada…

Ella voltea para que prosigas.

Reincidencias ¿oníricas?

Faltando a tu promesa, evitaste ir al aeropuerto a despedirla. No hubieras soportado otro encuentro ambiguo, y mucho menos en tales circunstancias.

Ahora se encuentra en Múnich. Por diversas redes sociales, te percatas de la cercanía que ha desarrollado con un fornido ario. La variedad de fondos dispares demuestran que ha viajado constantemente con la misma persona. Las mismas redes sociales la muestran “en una relación”.

Eso no evita que ella siga llegando a pie, en las noches siempre frías, a pedirte posada cuando, en la distancia, se siente sola…

18 mar 2013

Las dos mujeres. Segunda parte


La noche de los contornos. La mañana de la esperanza

No pasan muchas noches antes de que ella vuelva a tocar tu puerta en la madrugada, llegando de nuevo a pie y temblando como pescado.

Ahora un poco más preparado, evitas la finta de “haré mi colchón” y te acuestas en tu cama, observando entre las sombras irreales cómo ella se desviste, refugiada en la falaz oscuridad y robándote una playera que dibuja sus contornos como si no la llevara puesta.

Es ella quien de nuevo toma la iniciativa y empieza a masturbarte; ahora, como se debe. La ansiedad y la autorrealización vuelven a traicionarte y acabas a los pocos segundos. Se duermen sin mencionar una palabra al respecto.

Una vez más, no espera a que te despiertes para retirarse. Ha dejado la camiseta blanca que ella misma te regaló justo donde la encontró, denotando su esfuerzo por hacerte creer que no estaba ocurriendo nada… o al menos eso creías hasta ver la carita feliz que dejó dibujada en una servilleta y que pegó con un imán en el refrigerador.

El rencuentro se tomó ahora algunos días más y fue para ir al cine. De nuevo, con esa destreza característica de Cristina logra mantener el tema alejado de la conversación. En el desarrollo de la película, sin embargo, al abrazarla empiezas a hacerle unas caricias apenas con las yemas de los dedos. Sientes su piel erizarse.

El sentido del sentir

Los encuentros nocturnos se han vuelto cada vez más frecuentes, mientras los diurnos más esporádicos. Esto debido a la cantidad de trámites y cursos de alemán que Cristina ha tenido que tomar previo a su ansiado viaje cada vez más cercano.

Es tal vez esa prenostalgia la que la ha orillado a acercarse a ti con tanta intimidad. A pesar de aún no haber consumado el deseo mutuo, los encuentros han ido en un in crescendo erótico, involucrando cada vez más tu participación e imaginación.

Los encuentros diurnos, en cambio, los sientes cada día más aciagos. Vuelve a ser esa Cristina imposible, distante, que sólo era real en tus fantasías—o al menos lo real que querías que fuera. Sigue siendo esas dos mujeres que siempre has conceptualizado, sólo que ahora ambas existen y cohabitan en tu mundo imperfecto que figurabas como ideal.

Aún ahora dudas si la amas. El deseo fue obvio desde el momento en que la conociste y tu timidez terminó desarrollando la amistad. Hasta hace unas semanas, hubieras preferido que se fuera para siempre a otro continente y dejara a tu confundida mente en paz que sostener una amistad plagada de hipocresía y anhelos sin cumplirse. Mientras no se definan los encuentros, las circunstancias habrán cambiado poco. Y eso no parece ser ningún tipo de amor.