Tú eres la luz, yo nada soy
Violeta Parra, Brillo de mar en tus ojos
La
costa había decidido teñirse de azul. Proliferó en el Golfo de México un alga
que rara vez puede contemplarse por estos rumbos, con un nombre científico sumamente
aburrido y un nombre popular mucho más llamativo: Brillo de mar. Su belleza era
tan solo equiparable a los fuegos fatuos que podían verse, de manera muy
ocasional, en algunos cementerios antiguos. No era la primera vez que llegaban
a las costas de Chicxulub, pero al menos a mí nunca me había tocado verlas tan
intensas ni tan numerosas, y menos en temporada vacacional. La ocasión
ameritaba prender una fogata improvisada.
Agarramos
tres motos de arena y compramos leña y carbón. La leña, en una vieja casona a
unas cuadras de la carretera. El carbón, junto con caguamas, pomos y demás, en un
Oxxo.
Entre
cuatro personas, cavamos el hoyo en la arena con dos diminutas palas de
plástico, que fueron las únicas que encontramos en la casa que rentamos.
Emprendimos, al mismo tiempo, el desafío de tomarnos las caguamas antes de que
se calentasen. Guardaríamos las botellas para lo que restaba de la noche, junto
con los refrescos y las bolsas de hielo que reposaban en las neveras. Al
alcanzar la profundidad deseada, pusimos al fondo el papel periódico y,
alrededor de éste, una fogata apilada con troncos paralelos, a la que se le
conoce como “fogata de consejo”. No la más efectiva, pero sí de las más sencillas de
montar. Echamos aceite a la leña y varios cerillos encendidos a la vez. La fuerte
y agradable brisa se encargaría de avivar la llama.
Una
vez prendida la fogata, encendí un cigarro. Sacudí la arena de mis manos y
enterré mis pies en la misma. Fueron llegando chicos y chicas que rentaron la
casa con nosotros y sus respectivos invitados. Entre todos, estabas tú: El
único motivo por el que me endeudé con 3 mil pesos para poder rentar una casa
totalmente fuera de mis capacidades. Si tuviera que enlistar a otras tres
personas en aquella fogata y en aquella temporada vacacional, sería incapaz.
Pero estabas tú, y el brillo de mar, rompiendo con la cotidianeidad del verano
en Yucatán, condenado a repetirse cada nueve meses.
Unas
quince personas terminaron por rodear la fogata, dejando un espacio para que el
humo pasara y no molestase a nadie. El brillo de mar, junto al alto fuego
naranja, tiñó el ambiente con ciertos tonos de sepia, en un momento digno de
otro tiempo. En el horizonte marítimo, se contemplaban las blancas y fortísimas
luces blancas de los botes pescando calamares, que parecían formar
constelaciones junto con las luces amarillas del largo muelle a lo lejos y,
desde luego, con los brillos de mar y las propias estrellas, complementándose
con una luna que se hallaba menguante.
Fue
de esos momentos en los que hubiera preferido estar solo, o al menos bien
acompañado. Uno de los invitados, con su guitarra, interpretaba unas canciones
tipo folk malísimas que él mismo
compuso y que, lamentablemente, parecía ser yo el único que no podía evitar
prestarle atención. Otros dos tipos, discutían muy airadamente sobre la
importancia de la casta divina en el desarrollo económico y político de
Yucatán. Cada una de las partes se indignaba más y más por cada argumento
proveniente de la opinión opuesta, tan incoherente e incendiaria como la
propia. Otras tres chicas, malbaratando el alcohol comprado, se dedicaban
únicamente a hacer competencias de shots de
vodka, por el simple martirio de
poder alcoholizarse a los 16 años. Es el gran detalle de sentirte ubicuo: No
puedes omitir lo negativo.
Al
poco tiempo te acercaste a mí, y me preguntaste si no quería tomar algo.
Llevaba al menos veinte minutos en total silencio, dedicándome nada más a tirar
la leña sobrante a la fogata y a percatarme de lo contrastante del entorno.
Acepté la invitación, pidiendo una cuba campechana con mucho hielo. Me hubiera
levantado para acompañarte, pero temía que la conexión existente con aquel
presente se rompiera por separarme de un espacio específico, por más absurdo
que ello pudiera leerse ahora. Prendí un cigarro más.
Te
sentaste a mi lado al volver con los tragos. Tú te serviste vodka con jugo de
arándano y agua mineral. Para mi sorpresa, compartiste mi silencio. Nunca podré
saber qué pasaba por tu mente, pero me gusta pensar que ambos logramos
contemplar tan peculiar e irrepetible ambiente, o al menos, comprendiste mi
actitud y la llevaste a cabo con el respeto y la solemnidad debida, como niño que va a la
Iglesia obligado y que aprende a seguir la corriente.
Me
inclino a pensar lo segundo, porque el silencio persistió por al menos una hora
más, y sólo lo interrumpías para preguntarme si quería otro trago, a lo que
siempre respondía con un sí; lo que parece indicar que te preocupabas más en mantenerme en cierto statu quo que
en compartirlo conmigo. Los tragos, como es natural, mermaron un tanto mi
concentración, pero no mi estado mental general. Supe mantenerme prudente
conforme nuestro alrededor ganaba más y más beligerancia. Dos de las chicas se
quedaron dormidas en la arena, mientras la otra se fajaba con el guitarrista
que supuestamente le compuso una canción “al aire”. Los dos chicos que
discutían sobre la casta divina terminaron a golpes, sin haber nadie que les
siguiera la corriente o intentara detenerlos. Se calmaron después de unos siete
golpes y fumaron para limar las asperezas. El resto de la fiesta
platicaba con una frivolidad inconcebible en un entorno tan sublime.
Tras
tomarse creo que unos ocho tragos y una caguama entera, Roberto, uno de los
pocos nombres que recuerdo de aquella noche, agarró un puñado de arena con
brillo de mar y me lo tiró en la cara, soltando una risotada tras lograr tan
buena puntería. Procuré no inmutarme, a pesar de la gran ira que su acción
provocó en mí, pero eso no lo detuvo. Tiró otro montón de arena con brillo de
mar, ahora al guitarrista y a su ligue mientras se besaban. Volvió a
carcajearse. El brillo de mar, alejado del agua que lo mantenía con vida, se
apagaba casi al instante. Casi todo el mundo encontró también la gracia de
arrancar el brillo de mar de la costa e iniciaron una guerra de arena. El fuego
iba apagándose, junto al brillo de mar cercano. El sepia pasó a un paulatino
naranja tenue, rondando con la oscuridad generalizada. Ya no quise mantenerme
sentado en ese punto.
Tú
me seguiste conforme me alejaba de la fiesta y me sacudía el rostro cubierto de
arena, con otra cuba campechana en una mano y tu propio vodka en la otra. “Como
dirían en las series gringas: Por eso no podemos tener cosas lindas”, me
dijiste, en tono sarcástico, y de nuevo sentí una profunda gratitud hacia ti.
Nos
sentamos justo junto a la costa, a unos doscientos metros de la fiesta, donde
su ruido y su existencia eran poco perceptibles. El brillo de mar también
estaba ahí. La constelación veraniega volvió a formarse. Pero las luces lejanas
influían poco en lo inmediato, y la costa nuevamente se teñía de azul;
alumbrando únicamente nuestros cuerpos.
Me
abrazaste, a pesar de nunca haberlo hecho antes. Te convertiste en aquella figura
que muchos hombres imaginamos diferente, pero que tiene la cualidad común de
ser perfecta. Devolví el abrazo, rodeando tu cintura desnuda, sintiendo la
suavidad de tu piel que se escondía entre quemaduras y arena seca. No tardé en
pasar a tu cabello, tieso por el agua salada, terso por hallarse en mi hombro.
Y así nos mantuvimos por algún tiempo, mientras el brillo de la costa iba
traspasando mis poros. Sin embargo, en ningún momento intenté besarte, aunque
incluso estornudé por la enorme necesidad que sentía de hacerlo.
Resulta
muy sencillo, para la mayoría de la gente, mantener momentos como éste
guardados en alguna parte irrelevante de nuestra mente; y en parte lo entiendo,
porque creo que es lo más sano que se puede hacer. De vincular memoria y
emociones surge la melancolía, que cuenta con una impresionante capacidad de
anclaje. Por eso guardé esta memoria por muchos años, porque me resistía a ser
egoísta. Pero ahora, siento la necesidad de decir que recuerdo tu nombre, y
recuerdo los motivos que me orillaron a mantenerme estoico ante una
circunstancia ideal, aunque todavía sea incapaz de plasmar dicha información
sobre papel. Al final, esta es la típica historia de un náufrago, que sin más
opciones arroja al mar un mensaje dentro de una botella, con la vaga esperanza
de llegar a las manos correctas: Quiero que sepas que aún recuerdo aquella
constelación sucinta que terminaba por señalarnos, que no volvería a señalar
hacia el mismo rumbo.
El
brillo de mar abandonó tu cuerpo al levantarte. Te diste media vuelta y
volviste a lo que quedaba de la fogata. Yo, me teñí de azul para siempre.